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lunes, 25 de octubre de 2010

Las certezas de Habacuc



Wenceslao Calvo, España*
Algunos pasajes de la Biblia ponen los pelos de punta. Recuerdo a un amigo que en mis años perdidos de juventud me dijo en cierta ocasión que había comenzado a leer el libro de Apocalipsis, pero que tuvo que dejar de hacerlo a causa del pavor que le sobrevino ante la abundancia de juicios espantosos que hay en dicho libro.
Especialmente le estremeció la parte donde dice que los hombres ansiarán morir, a causa de lo insoportable de su situación, pero la muerte huirá de ellos(1). A partir ese momento cerró el libro. Era más de lo que podía soportar.
Uno de esos pasajes que pueden provocar una reacción parecida a la de mi amigo es el capítulo 2 de Habacuc, especialmente desde el versículo 6 hasta el final. Allí están contenidos los cinco ayesque presagian lo peor y que se podrían resumir en la declaración: ´Los pueblos, pues, trabajarán para el fuego, y las naciones se fatigarán en vano.´(2), lo cual constituye el peor mensaje posible para los gobernantes, artífices e ideólogos de cualquier proyecto político nacional o supranacional, dado que irremisiblemente están condenados al fracaso.
Si alguien se levantara en la Asamblea General de las Naciones Unidas, en el Parlamento Europeo, en la cámara legislativa de cualquier país, o en la sala de un Consejo de Ministros y proclamara tal mensaje sería considerado un desequilibrado mental o calificado de la misma manera que los romanos hicieron con los cristianos, al acusarlos de odium humani generis(3).
Y sin embargo, justo en medio de esa profusión de ayes destructivos emerge una declaración magnífica, inesperada y gloriosa, que está en contraste total con el tono dominante del pasaje. Es la que dice: ´Porque la tierra será llena del conocimiento de la gloria del Señor, como las aguas cubren el mar.´(4) Así pues, de entre las ruinas y desolaciones humeantes de todas las empresas humanas, surge sólida, grandiosa y majestuosa esa realidad trascendental de que finalmente solo habrá un factor que sea hegemónico en todos los lugares y para todas las gentes: la gloria de Dios hecha patente y conocida por todas las criaturas de la tierra.
Finalmente, no hay ni una sola de todas las empresas humanas que quede a flote en esta catástrofe de juicios que caen a diestro y siniestro; ninguna que tenga la suficiente entidad para soportar el fuego de la prueba. Pero el brillante, inmutable y victorioso propósito original de Dios será cumplido. Esto debería ser motivo de ponderación para hacernos pensar si merece la pena trabajar por algo que está destinado a la destrucción o si más bien deberíamos emplear nuestras energías en lo que permanece para siempre.
El hecho de que el versículo de la gloria de Dios no esté puesto al final de los juicios, sino en medio de ellos, como si fuera una cuña introducida, puede indicar que el creyente no debe perder de vista, ni en los momentos más oscuros, cuando todo a su alrededor se hunde, la perspectiva del triunfo último de la causa de Dios.
Una causa que tiene tres características:
  • Gloriosa. Porque lo que resalta por encima de todo es un nombre, y solamente uno, que es el nombre sobre todo nombre. Todos los demás nombres, por más categoría y lustre que hayan tenido, palidecen y se extinguen ante el fulgor de aquel que es digno de recibir honor y gloria.
  • Plena. Donde Dios será todo en todos. Ese mismo Dios, que algunos ahora quieren ver reducido a la mínima expresión y relegado a una esquina de la escena, cuando no hacerlo desaparecer del todo, es el que ocupará no solamente el lugar central de la misma, sino que la llenará toda ella. Serán sus enemigos, por el contrario, quienes serán reducidos a nada.

  • Bendita. Ya que su glorificación no consiste solo en que su nombre sea exaltado, sino en que esa exaltación es vida y plenitud para aquellos que le reconocen. Es decir, es su bondad y gracia lo que se manifiesta en abundancia en su propósito. Hay un lado severo en Dios, que se aprecia en los terribles juicios ya mencionados; pero hay un lado compasivo en él, que se manifiesta en derramar su amor para restauración. Si Dios se glorifica en el primer lado, mucho más en el segundo.
El capitulo 2 del libro acaba con una escena solemne, de austera pero sobrecogedora majestad: la presencia de Dios que produce silencio en toda la tierra; un silencio que es expresión de sometimiento, de admiración, de reverencia y de adoración. Las palabras sobran, los argumentos están de más, las explicaciones no tienen sentido. El lenguaje humano es incapaz de balbucear algo que pueda, ni de lejos, expresar aunque sea superficialmente esa realidad. Porque esa santa presencia de Dios es, por sí misma, suficientemente abrumadora como para hacer enmudecer todas las bocas.
Después de todas las obras, pretensiones, propuestas, imaginaciones, empresas y opiniones humanas, que acaban disolviéndose en la nada, hay uno que es y que está, en un presente eterno, gloriosamente presente.
Habacuc comenzó su libro cuestionando a Dios y haciéndole preguntas. Estaba lleno de incertidumbres y ansiedades, tal vez como nosotros podemos estar también. Pero ya en ese capítulo 2 percibe la certeza inmutable a la que debe aferrarse; una certeza que será aún más manifiesta en el capítulo 3…


1) Apocalipsis 9:6
2) Habacuc 2:13
3) Tácito, Anales, XV, 44
4) Habacuc 2:14

*Wenceslao Calvo es conferenciante, predicador y pastor en una iglesia de Madrid


© W. Calvo, ProtestanteDigital.com (España, 2010).

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